- Creo en el amor. -dijo con la boca manchada de
fresas.
Era
primavera y el sol calentaba nuestros pies.
-
No creas en nada que no puedas
ver.- le dije.
-
Yo veo los besos y abrazos que me
das. Veo tu sonrisa asomarse cuando digo lo mucho que te eche de menos, veo que
te necesito a mi lado. Puedo hasta recordar las ganas de verte aquella vez que
no supe de ti en días.
-
Fueron horas, exagerado.
-
¿Qué más da? Yo veo el amor, te
veo a ti mi amor. Ahora aquí, dudosa y sonriente al mismo tiempo, sujetando mi
mano. Tranquila, puedes soltarla sin miedo ella no se irá.
-
Te quiero.
-
¿Ves? Tú también lo ves,
¿entiendes por qué creo en el amor?
Lo
malo es que ella no me entendió, y me beso. Para callarme. Para que no mirará
más sus ojos. Para que no me diese cuenta de que era cierto, ella no veía amor
en mí.
No
creía en el amor.
En
el nuestro no al menos.
Y
eso destrozó todos mis corazones.
Corazones
sí.
Destrozó
mi corazón en el amor.
Destrozó
mi corazón en sus manos.
Sus caricias de buenos días.
Sus besos de buenas noches.
Destrozó
mi corazón llamado Amor.
Destrozó
el de mi lengua y con ella el verbo ‘amar’, el sustantivo ‘amor’ y derivados.