Con miles de recuerdos se hicieron las maletas. El estruendo
que ocasionaba el minutero del reloj invocaba a actuar a otra lágrima más. Las
ruedas de las maletas sonaban tan tristes como nosotros; un sonido monótono sin
apenas ritmo. El tiempo avanzó tan rápido que no nos dejo tiempo para darnos
cuenta de lo afortunados que habíamos sido esos días. Las ganas de dar marcha
atrás abundaban; despistados reíamos de todo lo que fue y de lo que será.
Prometimos que volveríamos. Dejábamos tanto detrás que parecía mentira; incierto.
Todos nos imaginábamos la vuelta a nuestros hogares; ya sentíamos esa sensación
de resquemor hacía la soledad. Nos echaríamos de menos a todas horas, nada
seria igual; nos veríamos todos los días, de eso no había duda. Lo único que
fallaba era que nada seria igual. Nadie pasearía por el pasillo de tu casa a
las seis de la mañana con la sábana por encima de la cabeza. Nadie tocaría la
puerta de tu cuarto con tal fuerza, que al escuchar el pitido ocasionado por el
despertador pensase que se la había cargado con uno de los golpes. Nada, absolutamente
nada de eso volvería a ocurrir en lo que quedaba de verano. El minutero había
llegado al final del paseo. Él como nosotros volvía a su rutina diaria. Rutina
veraniega; pero rutina al fin y al cabo.
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